20 diciembre 2006

El paseo perdido

Cinco años atrás. 20 de diciembre de 2001. Los chicos habían terminado las clases. Julián, de 7 años, se dirigía a unas merecidas minivacaciones con su abuela, en casa de su tío Fernando.

El viaje en micro y después en tren hasta el conurbano bonaerense era toda una aventura. Como había nacido y vivía en una localidad del interior de la provincia de Buenos Aires, aquella salida era diferente, porque además su abuela le había prometido una visita a la Capital Federal, un paseo en el subte y la tarde en un parque de diversiones.

Los papás lo vieron irse no sin preocupación. Iba con la abuela, claro, pero pocas veces se había alejado de ellos. Esa tarde en que Julián partió en micro rumbo a su prometido paseo, el país estalló. En la localidad bonaerense donde vivía, sus padres miraban por televisión como en la capital la gente salía a las calles a golpear cacerolas y cucharones, haciendo sentir su descontento.
Por la noche supieron que habían llegado bien, que cenaban y dormían en casa de sus parientes. Allá, sin embargo, más cerca de los hechos, no estaban preocupados. “no pasa nada”, aseguraba el tío, acostumbrado a protestas callejeras.

Sin embargo iba a pasar mucho: más de treinta personas iban a caer en las jornadas siguientes sobre el cemento caliente de diciembre, abatidos por balas que no eran de goma, golpeados, arrastrados de los pelos como en las peores épocas de Argentina.
La democracia era otra vez débil, enferma. Los gobernantes intentaron resistir la protesta popular, intentaron negar lo que era obvio: que la crisis era general, que la gente ya no resistía más y que no iba a callar, no iba a parar.

“Piquete y cacerola, la lucha es una sola”, era la inesperada consigna. Después, lo conocido: los saqueos, el estado de sitio, las horas prendidos al televisor, cinco presidentes en diez días. Y la calma, la calma temporaria porque el país igual ardía, y había que mantener el equilibrio para volver a llevarlo a buen puerto.
Fueron jornadas que quedaron grabadas en la historia. Analizadas, juzgadas, con culpables sentenciados y otros que huyeron. Jornadas sobre las que después, cuando el país intentaba, herido y dolorido, retomar su rumbo, todos dieron sus explicaciones.
Pero la explicación que más costó, en una de esas tardes de diciembre, fue la que necesitaba Julián para saber por qué, por qué absurda razón, aquel fin de semana con el que había soñado dura
nte meses, él se había quedado sin viaje en subte y sin parque de diversiones.

Más

19 y 20 de diciembre en Rosario: la historia de Pocho Lepratti, en Latitud Barrilete.

7 comentarios:

Anónimo dijo...

Y ahora, años después, ¿qué?
La misma separación de siempre, entre la clase media (que cada día es menos media, pero quiere creerse tal), y la otra, la excluida.
Somos un país sin memoria, y eso no sé bien con que se cura :(

Nat dijo...

No sè, de verdad.
A veces me parece que se cura involucrándose. Pero no sólo cuando nos tocan el bolsillo, o nuestros propios intereses (las marchas de Blumberg me parecen buenos ejemplos de la protesta egoísta, así como aquellas en las que se golpeaba la puerta de los bancos: nadie peleaba por una mejor situación comunitaria, sino que iban detrás de la solución de sus propios problemas personales).
Digo, involucrándose, participando en algo que no signifique necesariamente la búsqueda de algo para nosotros mismos...Hablar, discutir de estas cosas, pero quizás fuera del café, participar en política, aunque suene a mala palabra. Salir a la calle, todas las veces que sea, cada vez que se cometa una injusticia, por lo menos las que se cometan cerca nuestro, no permitirlas, estar en la calle, resistir...
Pero no, no sé, quisiera tener la respuesta. Sólo tengo pequeñas convicciones, pequeñas certezas...

Anónimo dijo...

No hay duda de que la falta de memoria, como dice Taleb, o mejor, la falta de aprendizaje de las cosas que nos sucedieron pueden ser motivo de la conservación del statu quo.

Sin embargo, me parece que la solución de los problemas no acampa exclusivamente en el recuerdo sino en la imaginación de los posibles escenarios futuros. Y el punto está en decidir quién es el que imagina ese futuro. La respuesta debería ser simple: ¡Nosotros, todos nosotros en comunidad!

Y la protesta Natalia viene en este sentido. Aunque no estoy enteramente en desacuerdo con quienes salen individualmente a cuidar el dinero que ahorraron a veces durante toda una vida de trabajo o con quienes sienten miedo de salir a la calle y que los maten, hay que reconocer que estas son marchas de reacción, no de acción. Ocurren cuando los hechos que originan la movilización ya están consumados. Aparte de actuar de una forma egoísta, como vagones de cola siempre van detrás de los problemas, arrastrados por las circunstancias sin ninguna visión de futuro.

Las marchas de acción, en cambio, son movilizaciones que requieren la imaginación de un futuro posible y la búsqueda del consenso para alcanzarlo entre todos. Pero para buscar el consenso hay que involucrarse y para imaginar el futuro hace falta educación y libertad. ¿Que si es posible? yo creo que sí: cada uno en sus propias cosas pero también en la cosa de todos. ¡Sobre todo en la cosa de todos!, que parece que la hemos dejado en manos de unos crápulas con trajes oscuros.

En resumen. Las marchas de reacción son marchas con los ojos puestos en el pasado, las marchas de acción son marchas con la mirada puesta en el futuro, tiempo en el que viviremos el resto de nuestros días.

Anónimo dijo...

y hablando de marchas de reacción: el martes en la marcha por los tres meses de la desaparición de Julio López eramos menos de doscientas personas (y somos siempre los mismos). Eso es lo que pasa cuando la camara se apaga y deja un caso a la sombra. Y cuando el compromiso está dado por la indignación del momento.

JJ RICHARDS dijo...

uf! Cacho ya dejaba el microcentro para nunca más volver...

Marcos dijo...

Felices fiestas de navidades Natalia, con cariño desde el otro lado del Cerro.

Nat dijo...

Gracias, Marcos.
Muy felíz 2007 para vos.